miércoles, 3 de mayo de 2017

Sobre Barcelona. Libro de los pasajes de Jorge Carrión




Se ha sostenido en diversas oportunidades que Walter Benjamin fue un incomprendido en su tiempo. Sus propios colegas del Instituto de Investigaciones Sociales (mal llamada Escuela de Frankfurt) en diversas oportunidades, y tras su muerte, intentaron cambiar, adaptar, hacerla más “llevadera” a su escritura. Quienes, quizás, mejor asumieron los textos benjaminianos no fueron ellos, como a veces se sostiene, sino escritores como Bataille.


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Fue justamente Bataille quien guardó y conservó los manuscritos del Libro de los pasajes. Casi 80 años después de su suicidio intentando llegar a territorio catalán, Jorge Carrión, con un gesto –creo y que me disculpe la inflexión- benjaminiano escribe Barcelona. El Libro de los pasajes.
Utilizando las técnicas de aquel: las citas, los fragmentos, la mímesis, realiza un montaje, de un proyecto que, a diferencia de Benjamin, enmarca otros pasajes barceloneses: aquellos que, en el capitalismo tardío, han intentado ser ocultados por el auge del turismo y la nueva gentrificación urbana.
Si Benjamin consideraba en su crítica a la historia que, más que subirse al tren del progreso, había que ponerle el freno de mano a la locomotora. En época de AVES –y no precisamente voladoras- Carrión pone el freno de mano, se detiene, ve con ojos muy abiertos y a veces, cerrándolos para escuchar, dialogar, convertir la hemeroteca en un pasaje, en su ciudad (gesto benjaminiano sin los hay). Montaje y constelación.




En los detalles del texto está su constelación y no hay un afán totalizador. Si texto viene de “tejer”, Carrión va “tejiendo” los pasajes barceloneses como endebles piezas de un juego mayor.
Pero, también, como Cervantes, el primer pasajista, recorre la ciudad dispuesto a cartografiarla, a diseñar una arquitectura micro-histórica.
Si los pasajes no tienen exterioridad ni afuera (diría abusando de los términos), el texto hilvana un recorrido que nos convierte en paseantes que no seguimos un recorrido lineal (el de la Historia) sino laberíntico (el de la micro-historia). Vean que paseantes son aquellos que no van de prisa, no la tienen, siguen una rítmica particular, no acelerada. Por tanto, el pasaje más  que claustrofóbico –como podrían ser otros “pasajes” como las autopistas (entre ellas las autopistas de la información o los trenes rápidos)- implica una liberación de “esos pasajes del mercado” y especulativos que Benjamin pudo intuir pero no prever. El libro de los pasajes es memoria de la ciudad, es su “archivación” (si se me permite el neologismo), pero también su deconstrucción o reconstrucción, para no hablar de la destrucción tan anhelada por Benjamin. Son montajes en los que el lector es el que arma finalmente la película. 
En los pasajes se van intercalando citas que conforman un atlas, donde el lector puede entrar por cualquiera de sus series sin necesidad de continuidad ni de jerarquías. Los anónimos paseantes encuentran en sus páginas el reconocimiento.

También están las ciudades invisibles de Calvino –todas ellas con nombre de mujer- laberínticas, imaginadas e inimaginadas. Es en resumen, Barcelona como una reserva de heterotopías.   

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